Al poco de fundarse la Cofradía que representara en la ciudad el pasaje de la Oración de Cristo en el Getsemaní, recibían sus hermanos la invitación, de manos de la Comunidad de religiosas de la encomienda de Santiago de la Espada, de aceptar como Titular mariana, una antigua Dolorosa que recibía el íntimo culto de las Reverendas Madres Comendadoras de Santiago en el interior de la clausura conventual, sustituyendo la que gubió por encargo de la Hermandad Domingo Cecilio Sánchez Mesa un año antes, en 1943, junto al conjunto escultórico de la agonía del Hijo de Dios antes de su prendimiento y condena a muerte.
Pasaba la imagen del imaginero de Churriana de la Vega a ocupar el sitio dejado por esta Virgen de busto, que empezaría a recibir las atenciones devocionales y estéticas de los cofrades, hasta el punto de alcanzar el paroxismo de veneración que hoy goza, como efigie sagrada que seis décadas después de su culto público, hacen de Ella una de las Imágenes más queridas por los granadinos, evidentemente por sus cualidades artísticas que se ponen de manifiesto con la simple observación de la talla, pero especialmente por el celo de sus hermanos, por presentarla a los fieles de manera cuidada y preciosista.
A simple vista, estamos ante una de las dolorosas granadinas que ejemplifican con mejor suerte la altura y mérito artístico de la escuela granadina del barroco. De tamaño igual al natural, un leve giro axial en su cabeza hacia su lado derecho, naturaliza el dolor sosegado que transmite. Obra de candelero, dispuesta para ser vestida, siempre guardando una línea sobria y sin concesiones a las inventivas que por otro lado, serían poco afortunadas en una obra de este parangón, posee un juego de manos contemporáneo, plástico y dinámico, que las hace estar tendidas en actitud oferente hacia los devotos. Las realizaba Rafael Barbero Medina (1913-1990) para la Virgen de las Maravillas en 1944, pasando al poco, toda vez que la Dolorosa de San Pedro se hacía de un juego nuevo atribuido a Pedro de Mena, a la Reina Comendadora.
Ella, trabajada en madera de pino ibérico sabiamente elegida en su morfología lígnea, baja la mirada, escondida en unas órbitas oculares almendradas y sugerentes, que desarrollan con esmero un delicado juego respecto de los labios, bien dibujados, de escueta carnosidad y cerrados, y con perfiles femeninos y delicados que refuerzan nuestra opinión sobre el interés puesto en el costeo de la talla. Esto es, no se trata de un trabajo de gubia confiado a la improvisación.
Precisamente el leve arqueo serpenteante de las cejas, y la suave contrición del ceño, nos aportan suficientes ejemplos para pensar en una autoría de peso, una Virgen que salió de las manos de un experimentado creador. A esto habría que añadir el escrupuloso respeto a la manera de policromar o aplicar el sustrato pictórico, concentrado las coloraciones de la mascarilla, a la manera fiel de la escuela barroca granadina, pues la carnación, al servicio de la escultura, consigue resaltar los volúmenes y definir los rasgos, por lo que sin duda, hubo de ser aplicada por alguien con provechoso conocimiento en la materia. La terminación al óleo, aplica unos brillos a caballo entre los tonos mates y brillantes, dependiendo de la zona que quiera resaltarse. Los pómulos y la zona de los párpados, se colorean nacaradamente, dejando las mejillas acrisoladas y pálidas, que contrastan en un delicado juego tonal, dotando a la Imagen de María Santísima de una fuerza expresiva capaz de representar la angustia de la Pasión, a lo que se unen en este sentido, sus cinco lágrimas.
Sin duda, estamos ante una de las vírgenes granadinas que mejor policromía poseen. Si bien es cierto que en ningún momento el soporte ha sido intervenido, creemos que el sustrato pictórico en poco ha variado respecto del original, si acaso alguna limpieza que ocultara aditamentos del siglo XX, algo que es muy frecuente entre las dolorosas: las múltiples intervenciones que han ido adaptando al gusto de la época sus coloraciones faciales, en pos de una moda dictada por otras escuelas o focos estéticos que pervierten el original y modifican el sentido creativo del conjunto. A Dios gracias, la Reina de Amargura no se ha visto envuelta en discutibles intervenciones, cosa por otro lado, del que pocas pueden presumir, y a cuya lista añadimos Esperanza, Soledad de San Jerónimo o Amor de Ferroviarios, entre las de vestir, pues el resto, andaron sujetas en su momento al desacertado criterio de quienes no son restauradores de formación académica y en su defecto, imagineros (la inmensa mayoría, sin la preparación necesaria para afrontar una respetuosa intervención, y sí aportando a la obra aspectos creativos que por desgracia varían lo primigenio, a pesar de que este sea de dudosa calidad) metidos a restauradores, que flaco favor hacen a las piezas que retallan y modifican.
Sujeta al canon clásico de Policleto, el candelero tronco piramidal ofrece un talle medido sobre una insinuada forma de guardainfante de poca pronunciación, eso sí, muy elegante. En todo, recuerda el modelo de dolorosa barroca adepta a las labores del taller de José de Mora, hijo del también escultor Bernardo, y sobrino de Pedro de Mena, y cuando menos, el más sobresaliente imaginero español de fines del siglo XVII y todo el primer cuarto de la siguiente centuria. Esta Virgen puede entroncarse con su homónima de la vecina Jaén, que como Ella, se atribuye al mismo autor y refleja todo el corpus formal y fisonómico de dicha gubia, si acaso, con un dolor más lacerante la jiennense, y más íntimo, comedido y reflexivo la granadina.
Nació José en 1642, y antes de que entrara la década de los ochenta de ese siglo, era ya un reconocido creador de obras, por cuanto la genial ejecución de la Virgen de los Dolores de la comunidad del Oratorio de San Felipe Neri, hoy Titular de la Cofradía del Santo Sepulcro y que recibe culto en Santa Ana, supuso un auténtico alarde de virtuosismo en el apartado de gubias, y más aún en la interrelación talla-policromía, valiéndole a la Virgen, la consecución de un hálito de devoción y una fama de milagrosa que conmociona a la ciudad de Granada. Poco después, (y desde luego no es nuestra intención hablar profusamente de tal genio, que para ello merece toda acreditación el profesor Juan Jesús López-Guadalupe Muñoz) entrega para los monjes de San Francisco Caracciolo de San Gregorio Bético, el que se considera el mejor de los crucificados de la imaginería barroca universal, el Señor de la Misericordia. En 1679, su fama y méritos son tales, que es escogido por Carlos II como escultor de la cámara real.
Crea en torno a él, todo un séquito de discípulos, imitadores, seguidores y seducidos artistas que reproducen sus modelos iconográficos, que por otro lado, eran los más aplaudidos del momento. Con tan sugerente maestro, se forman nada menos que su hermano Diego, José Risueño (lástima de un 275 aniversario de su muerte, pasado de puntillas en esta indolente ciudad), Ruiz del Peral, y embebidos por su estela e influjo, Vera Moreno, Malo de Molina y toda la pléyade de escultores dieciochescos del oriente andaluz, por no decir que será Sánchez Mesa, ya en el siglo XX, fiel inspirado e imbuido en la obra del inmortal bastetano.
Con ello queremos abrir dos reflexiones; la primera de ellas, es la indiscutible huella del estilo de Mora en la Virgen de la Amargura, y ya que se trata de una digna y meritoria dolorosa, no debe descartarse la atribución. Tiene toda su huella, en el arqueo de cejas, las mejillas, la nariz aguileña de finas aletas, el buen y comedido dibujo de labios o el trabajo en los pómulos. Pero eso sí, para las fechas de su ejecución (que no llevamos más allá de 1725), José tiene uno de los más prestigiosos talleres de escultura en la España del momento, con un círculo de colaboradores, amplio y nutrido de cualidades (valga simplemente el nombre de Risueño), y un sinfín de encargos de provechosa economía y respeto (empresas arzobispales en la Cartuja, Córdoba, los más pujantes cenobios e institutos religiosos…) En esas fechas, las Comendadoras no atraviesan su mejor momento, que les llega algo después, cuando, ya muerto el mayor de los Mora, se remoza el edificio, se traza nueva Iglesia por Sabatinni y se estrena el nuevo Retablo Mayor, de mediados del siglo XVIII. Por esta época, ya finado el genial José (óbito que se produce en 1724), es cuando el aparato didáctico-artístico de las religiosas de Santiago se enriquece (obras de Vera Moreno, seguidores de Mora, Felipe G. Santisteban). Todo ello nos hace pensar si el busto de esta dolorosa, no se recibe a la muerte de Mora, por un fiel seguidor del maestro, justo cuando mayor pujanza económica denotan estas monjitas. Aunque siempre cabe la hipótesis, más dada a la inventiva, de que se trate de una donación por un ingreso de una novicia o de alguien cercano al convento realejeño, que dejara la pieza en tan buenas manos, hecha años antes.
Además, de tratarse de una obra arribada a la clausura de Comendadoras en vida de Mora, nos atrevemos a pensar que, dado la enorme solvencia y elevado rédito de este, no fuera nada lógico encargarle una obra de su hechura personal, y mucho menos que se prestara a labrar con tanto esmero y atención una dolorosa que dormiría siglos en una clausura, aparatada de la pública contemplación, para lo que haría algo más fácil y de menor altura artística.
Claro que uno de sus discípulos, bajo directrices del maestro, siguiendo alguno de sus modelos ya preestablecidos, e imitando en todo su técnica y proceso creativo, no tendría reparos en tallar y policromar Imagen como esta, a sabiendas que no era su fama la del consagrado artista que dirigía el taller. Y nos inclinamos más en esta teoría, de que el autor de María Santísima de la Amargura, fue un imaginero ligado a José de Mora, y muy capaz, visto el resultado obtenido.
Al fin, nos queda precisar algo… No debemos caer en el error del siglo XIX y gran parte del que le sigue, de pensar que sin una firma de prestigio, la obra carece del mismo. En Sevilla, todo lo antiguo, venerado y bueno, era de Montañés, hasta que no se descubren la autoría de Juan de Mesa, para enfado de grandes de la ciudad en esos años 20, que se niegan a creer que el Gran Poder no lo talló el alcalaino. Por otro lado, si esta Virgen custodia celosamente su verdadera autoría, para muchos entre los que me incluyo, refuerza un misticismo especial quebrado por una repentina catalogación. A la memoria se me viene el celo con el que algunos defendían la hechura de Mena en ciertas dolorosas de la ciudad, muy, muy posteriores. Y por supuesto, a la Virgen de la Amargura, que a nadie con cierta formación artística o capacidad de observación se le escapa que es una de las primerísimas dolorosas por su valía artística, jamás se le cuestionará su grandeza porque la gubiara un desconocido de segunda fila en el panorama de la escultura del momento.
En conclusión, la Titular de los hermanos del Misterio realejeño del Getsemaní, es una creación poderosamente relacionada con el quehacer estético de José de Mora, que con muchas dudas pudiera ser él su autor, pero sin duda alguien que bebe en su obra para crear, y que está dotada de una de las más altas calidades de las vírgenes pasionistas ya no granadinas, sino de todo el Oriente andaluz.